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viernes, 1 de marzo de 2013

Cuotas de felicidad programada


          La ciudad. Ese lugar que a menudo es víctima de la proliferante destrucción para la posterior construcción de espacios, con propósitos de entretenimiento y exagerado consumo. Es el fenómeno que inunda nuestras ciudades. Repleto de lugares simbólicos que dominan el imaginario colectivo de lo que ya es visto como “cultura”. No obstante, las incongruencias de lo que sucede actualmente nos deslindan a esa esencia perdida que antes se percibía en las ciudades.

El común de las personas que viven en las ciudades lleva impregnado en su memoria una serie de lugares y símbolos que los hacen característicos. Es gracioso, y al mismo tiempo penoso, saber que en nuestras ciudades existan lugares simbólicos que se tejen con más renombre que las propias plazas tradicionales, bulevares o parques naturales. Vergonzoso es saber que muchas veces la memoria colectiva acapara su atención en el símbolo que se rige por la industria cultural, donde contribuyen eficientemente los medios de comunicación masivos.

En el artículo escrito por José Ignacio Sánchez V., el cual se titula “Hacia una comprensión critica de la ciudad imaginada: Cartografías, rituales de los espacios simbólicos” se señala que en el caso de Maracaibo hubo un alto crecimiento de espacios para el ocio, “comenzaron a generar un modelo de ciudad global segregada, maquillada de tendencias globales, pero en forma modesta dadas las condiciones políticas y económicas locales”. Y es que, las ciudades de hoy se dejan ver lo que para ellas representa el progreso, pero eluden lo que sus orígenes aportaron, perdiendo su particularidad y convirtiéndose en simples copias del resto.


Una urbe, una ciudad moderna. Esa ciudad imaginada se desdibuja cuando el caos colapsa las calles y autopista; es el ritual que los espacios simbólicos nos han dejado en su estadía. Los malls, tiendas de ropa, supermercados, restaurantes, centros de belleza y discotecas, sobretodo estos dos últimos, son ahora más que nunca el boom de las  metrópolis.

Todos estos espacios y lugares simbólicos nos dan muestra de una carencia, unas veces necesaria y otras tantas prefabricadas por la ilusión que genera la publicidad que circula mediáticamente. Es entonces donde llega el estado de “bienestar”, y lo que yo llamaría las “cuotas de felicidad programada” (culto al consumo). Un disfrute temporal para el público en espacios irónicamente privados, sin dejar de lado la exhibición de lo que se posee como una utopía que marca poder sobre el resto.

Tal parece que frecuentar estos sitios simbólicos proporciona notoriedad y distinción, esto según como se da a entender y como lo que expone Sánchez, pero hay que estar claros que esta no es la verdadera  naturaleza de los individuos. Quienes buscan clasificar son los verdaderos cerebros detrás de la obra, los cuales -sin lugar a duda- son reforzados por los medios de comunicación para convertir estos espacios en representaciones aceptadas por la mayoría.  

No cabe duda que la clasificación va más allá de la elección que se tome, es una operación que busca el consumo, presentándolo como un estilo de vida, tan cercano a las tendencias reconocidas, como lejano de su íntima realidad, porque juega entre espacios ficticios, pero que dependen del factor económico que se tenga para el disfrute de la seguridad brinda la vida urbana.   


Autora: América Parés F.

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