La ciudad. Ese lugar que a menudo es víctima de la proliferante destrucción
para la posterior construcción de espacios, con propósitos de entretenimiento y exagerado consumo. Es
el fenómeno que inunda nuestras ciudades. Repleto de lugares simbólicos que
dominan el imaginario colectivo de lo que ya es visto como “cultura”. No
obstante, las incongruencias de lo que sucede actualmente nos deslindan a esa
esencia perdida que antes se percibía en las ciudades.
El común de las personas que viven en
las ciudades lleva impregnado en su memoria una serie de lugares y símbolos que
los hacen característicos. Es gracioso, y al mismo tiempo penoso, saber que en nuestras
ciudades existan lugares simbólicos que se tejen con más renombre que las
propias plazas tradicionales, bulevares o parques naturales. Vergonzoso es
saber que muchas veces la memoria colectiva acapara su atención en el símbolo
que se rige por la industria cultural, donde contribuyen eficientemente los
medios de comunicación masivos.
En el artículo escrito por José Ignacio Sánchez V., el cual se titula “Hacia una comprensión critica de la ciudad imaginada: Cartografías, rituales de los espacios simbólicos” se señala que en el caso de
Maracaibo hubo un alto crecimiento de espacios para el ocio, “comenzaron a
generar un modelo de ciudad global segregada, maquillada de tendencias
globales, pero en forma modesta dadas las condiciones políticas y económicas
locales”. Y es que, las ciudades de hoy se dejan ver lo que para ellas
representa el progreso, pero eluden lo que sus orígenes aportaron, perdiendo su
particularidad y convirtiéndose en simples copias del resto.
Una urbe, una ciudad moderna. Esa ciudad
imaginada se desdibuja cuando el caos colapsa las calles y autopista; es el ritual que los espacios simbólicos
nos han dejado en su estadía. Los malls,
tiendas de ropa, supermercados, restaurantes, centros de belleza y discotecas,
sobretodo estos dos últimos, son ahora más que nunca el boom de las metrópolis.
Todos estos espacios y lugares
simbólicos nos dan muestra de una carencia, unas veces necesaria y otras tantas
prefabricadas por la ilusión que genera la publicidad que circula mediáticamente.
Es entonces donde llega el estado de “bienestar”, y lo que yo llamaría las “cuotas
de felicidad programada” (culto al consumo). Un disfrute temporal para el
público en espacios irónicamente privados, sin dejar de lado la exhibición de
lo que se posee como una utopía que marca poder sobre el resto.
Tal parece que frecuentar estos sitios
simbólicos proporciona notoriedad y distinción, esto según como se da a entender y como lo que expone Sánchez, pero hay que estar claros que esta no es la
verdadera naturaleza de los individuos. Quienes
buscan clasificar son los verdaderos cerebros detrás de la obra, los cuales -sin
lugar a duda- son reforzados por los medios de comunicación para convertir
estos espacios en representaciones aceptadas por la mayoría.
No cabe duda que la clasificación va más
allá de la elección que se tome, es una operación que busca el consumo, presentándolo como un estilo de vida, tan cercano a las tendencias reconocidas,
como lejano de su íntima realidad, porque juega entre espacios ficticios, pero que
dependen del factor económico que se tenga para el disfrute de la seguridad brinda
la vida urbana.
Autora: América Parés F.
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